Glosario

La maternidad antes de los 30

La maternidad antes de los 30 está idealizada. Demasiado incluso, para mi gusto. No me entiendan mal. Ya sé que, estrenando la veintena, disponemos de un útero terso y miles de óvulos esponjosos; que derrochamos energía y nocturnidad con ilusión (y si no me creen, échenle un ojo a una fiesta universitaria… o recuerden las suyas); que carecemos de manías absurdas, como por ejemplo llevar los calcetines conjuntados o la marca de la Ginebra; que seguimos creyendo en la bondad innata hasta de las hormigas y conservamos la fe en las manifestaciones pacíficas.

¡Aquellos maravillosos años! (aquí hagánme un favor y contribuyan al drama: suspiren). En temas maternales y a toro pasado no podría ser de otra manera. Y lo digo con conocimiento de causa, no se crean; que ahora que llevo permanentemente adosados tres entes masculinos con dientes de leche a todas partes, mis acercamientos amistosos dependen de ellos.

Quiero decir que, ya no importa qué música te gusta, si llevas calaveras tatuadas, si eres de izquierdas o de derechas o te importa un paprika la política, o si eres más de Clooney que de Pitt. En cuanto tienes hijos te conviertes en la madre-de y tus amistades dependen de la potencial o real interacción pacífica entre tus polluelos y los de las demás. Tal cual. Como además, en este primer mundo que habitamos, la edad media reproductiva se sitúa cumplidos los 30, tus nuevas amigüitas te sacan siempre unos añitos.

Pero – y aquí reside la tragedia–  ellas ni se lo imaginan. El día que sale el tema y se enteran de tu edad, acabas la jornada llorando desconsolada y con un litro de helado en tu estómago. No se vayan a pensar que una es desterrada del grupúsculo por haberse estrenado en el arte de parir a la tierna edad de 24 años o por haber soltado al tercero semana después de cumplir los 29. Para nada. Ellas son todo qué-suerte, qué-guay y ya-me-hubiese-gustado-a-mí… después, eso sí, de habérselo tenido que demostrar con el DNI.

Porque internamente una estará más fresca, no digo yo que no, pero externamente estamos todas igual. Las estrías no entienden de primaveras, señores. Y las ojeras perennes por noches en vela tampoco. Las patas de gallo te salen igual si te pasas el día gesticulando aviones con la cuchara o sobreactuando a Caperucita. Y esos restos babeados y semideglutidos del plato de gatitos que acaban en tu buche porque te da pena tirar comida, se van derechitos a tu tripa, por mucho que tú tengas más edad de TRF que de Zara.

Ya ven, señores, que no jugamos con ventaja. Pero ahora ya he traspado la frontera de los tres decenios y tengo clarísimo que, lo último que necesita oír una madre veinteañera, es ¡venga ya! cuando confiesa su edad.

Fátima Casaseca

Publicado el 02 Oct, 2012

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