¿Por qué la mujer de hoy se aleja de la maternidad?
Por Una mamá española en Alemania
No, no es broma.
Entiendo que, en la vorágine maternal en la que nos encontramos la gran mayoría, una pregunta así suene a trampa; no obstante, la tasa de natalidad raquítica que nos gastamos por el primer mundo ya canta.
¿Qué será, será – me preguntaba yo, con enfermiza tozudez – aquello que a las féminas nos ahuyenta de la clonación maromil tradicional?
¿Será la crisis? ¿Serán los retoños de nuestras amigas? ¿Será la ambición profesional?
Hete aquí que, después de voltear mentalmente cuanto motivo cruzase mi cabeza, me puse a pensar en mis queridísimas agüelas. Y la colleja que de seguro me arrearían como se me ocurriese preguntarles el porqué.
Y es que desde cuándo es eso una pregunta legítima, ¿no creen?
No me entiendan mal. No seré yo quien niegue que, para nuestras antepasadas, eso de elegir y autodeterminarse sonase a utopía. Y, que en este sentido, un buen trecho sí que hemos avanzado.
Mas de ahí a tener que ir justificándose – o, si me apuran, hasta disculpándose – por hacer uso de los paritorios, hay un gran paso. Y en falso, se entiende.
No sé ustedes, pero yo, tanto en las idealizadísimas Teutonias como en mi azotada España, me paso los días suplicando dispensas. Especialmente, cada vez que tengo la osadía de emprender alguna acción acompañada de mis retoños.
Ya sea ir a la compra, coger un avión, salir a comer o andar por la calle. La tónica general y las miradas en particular acostumbran a ser de disgusto resignado.
Y ¡ay como alguno de los polluelos monte en cólera al negársele, por poner un ejemplo perseverante, alguna de las exquisiteces azucaradas tras las que se parapetan las cajeras del supermercado! Los vistazos se tornan entonces telepáticos y el mensaje, claro y meridiano. «Tú misma, bonita, que bien podrías no haberlos tenido«.
Y es verdad, oigan, gracias a Gott, si hubiese querido, podría no haberlos tenido. Sin embargo, a muchos les debe de pasar desapercibido que esa libertad no empata – o no debería – a los niños con un Ferrari. Tampoco lo hace con una casa en la playa ni con un Birkin.
Reproducirse y perturbar la paz del resto con atronadores miniyoes no es de caprichosas, por muy emancipadas que estemos. Y temo que, hasta que cualquier movimiento, canto, risa, llanto o correteo infantil deje de considerarse como indicio de que estamos reproduciéndonos por encima de nuestras posibilidades, nuestra tasa seguirá esmirriaíca perdía.
Publicado el 20 Nov, 2013