Navidad o compromiso familiar con terceros
En los preludios de la feliz y agotadora procreación, cuando todavía seguís siendo dos, coletean aún los resquicios de una autonomía que, en mi humilde opinión, no sabemos valorar como se merece. Qué afortunada era cuando, en fechas interculturalmente señaladas, osea Navidad, mi única desazón consistía en echar bien de menos a mi enamorado. Y qué ingenua fui lloriqueando la distancia y arruinándome en llamadas.
Empieza el compromiso
Cuando el Mayor asomó su pelona mollerita entre mis muslos, confirmándonos al Maromen y a mí nuestra recién estrenada condición de novata Familia, en vez de pan, lo que nos trajo fue una báscula infame, también conocida como Compromiso familiar con terceros. Porque se dice mucho y así muy a la ligera que tú te casas con la persona y no con su parentela, pero a la hora de la verdad todos sabemos que eso no es más que una mentira muy cochina.
Cuando residíamos a tres en la capital teutona, una equidistancia aproximada entre nuestros dos clanes nos permitía un reparto salomónico – aunque nunca del todo satisfactorio – de nuestra esperada comparecencia en época de villancicos. Mitad para cada uno y una fortuna en aviones.
Mas el chollo del punto medio se nos acabó en dos años. El mismo día que enraizamos nuestros panderos a pocos metros de la tribu germana, mi madre, que de balances sabe un rato, nos presentó uno basado en roces y cariños con un saldo muy negativo para la ascendencia hispana y decidió que, desde ya, las Navidades se pasan en España. Enteritas.
Calidad y cantidad
Les mentiría si dijese que no me alegré. Dos semanas inflándonos a polvorones sin descanso, temperaturas muy superiores a las de por aquí y el suavizante de la infancia tientan a cualquiera. Y nadie se quejó, oigan. La parte nórdica asumió nuestra ausencia con disimulada tristeza y el Maromen no cuestionó – o no se atrevió – que, a mi madre, la cantidad de tiempo hay que compensársela con calidad.
Pero el matrimonio es lo que tiene, que hay veces que se pone pesado y hay que hacerle caso. Y, sabiendo en carne propia lo que es felicitar las fiestas por teléfono a miles de kilómetros de distancia, el año pasado me pudo mi corazoncito y le regalé a mi germano una Nochebuena – con su Navidad – en sus tierras. Aunque a sus padres les tengamos hasta en la sopa.
Van por buen camino si piensan que a mi madre eso no le hizo ninguna gracia. Es más, ese año no hubo cocido. Pero yo sé que mi marido apreció el gesto y me lo agradece.
Lo que no sé es cuánto, porque aunque me dio muchos besos y no ha vuelto a esconder un solo adorno legado por mi abuela, yo sigo sin un Vuitton ;)
Fátima Casaseca
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Publicado el 26 Dic, 2012